El pasado 8 de marzo, pocos días antes de que se decretara el estado de alarma en España por el coronavirus, el artista cómico catalán Mateo Amieva estaba volando de vuelta a Barcelona desde Doha, donde había estado actuando en el espectáculo Messi 10, una de las producciones más recientes del Circo del Sol. No sabía entonces que aquellas funciones habrían de ser las últimas en mucho tiempo. Una semana después todos los teatros y carpas del planeta fueron clausurados por la pandemia y, paradójicamente, el parón afectó con más fuerza a la compañía que debería tener más reservas para afrontarlo, la mayor productora de espectáculos del mundo, con un capital inimaginable para cualquier otra empresa del sector. Por el contrario, una combinación de factores pasados y presentes se conjuró para desatar una tormenta perfecta que ha desembocado en una amenaza de bancarrota que ha causado estupor: ¿cómo es posible que un imperio que no ha dejado de crecer desde su fundación en 1984 se haya desmoronado en apenas tres meses?
La culpa no la tiene solo el coronavirus. La pandemia ha venido a dar la puntilla a una organización que arrastra una deuda de 815 millones de euros desde hace cinco años y que protagoniza estos días un culebrón empresarial en el que están implicados el cofundador y antiguo dueño Guy Laliberté, el conglomerado mediático canadiense Quebecor y las tres firmas de inversión internacionales que se reparten la propiedad del grupo. Laliberté declaró la semana pasada que estaba dispuesto a recomprar la compañía para sacarla del agujero y Quebecor también ha expresado sus deseos de inyectar capital, aunque de momento no puede hacerlo —dicen sus directivos— porque los actuales gestores se niegan a revelar sus verdaderas cuentas. A su vez, estos últimos acusan a Quebecor de estar presionando para devaluar las acciones y hacerse con la marca a precio de ganga.
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