El gobierno de Joe Biden, legisladores estadunidenses, medios nacionales y agrupaciones de derechos humanos estadunidenses, entre otros, están llamando a comenzar un juicio contra Vladimir Putin por “crímenes de guerra”, pero enfrentan un grave problema: Estados Unidos no reconoce, y hasta ha amenazado con represalias a la instancia internacional encargada de esos juicios, la Corte Penal Internacional.
El lunes pasado, Biden llamó a su homólogo ruso “criminal de guerra”, “tipo brutal” y declaró que debería enfrentar “un juicio de crimen de guerra”.
Agregó que es necesario recaudar “todos los detalles para que esto pueda ser, para tener un juicio de tiempo de guerra”.
En 2002, la CPI está lista para iniciar sus funciones a partir del primero de julio. Pero en mayo, el entonces subsecretario de Estado, John Bolton, envía una carta al secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, declarando que su país no tiene la intención de ratificar el Estatuto de Roma.
Tres meses después, el presidente George W. Bush promulga una ley que contiene varias medidas que no sólo prohíben la cooperación con la CPI, sino hasta amenazas. Autoriza el uso de la fuerza militar para liberar a estadunidenses bajo detención por ese tribunal y sanciona toda cooperación financiera.
Sin embargo, una enmienda a esa ley permite que Washington ofrezca asistencia a esfuerzos para llevar ante la CPI a extranjeros acusados de genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad. Desde entonces, el gobierno que ahora representa Joe Biden ha participado como “observador” en los procesos ante la CPI y ha cooperado en el traslado de varios acusados para enfrentar justicia ante ese tribunal (siempre y cuando no sean estadunidenses o colaboradores).
En 2018, John Bolton, ahora como asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca bajo el mandato de Donald Trump, anuncia en un discurso que su gobierno “utilizará todos los medios necesarios” para proteger a ciudadanos estadunidenses y aliados de su gobierno frente a toda investigación y proceso legal de la CPI.
Amenazó con aplicar sanciones financieras, prohibiciones de viaje y hasta promover casos criminales contra cualquier juez y fiscal de dicha Corte, o de cualquier entidad u otro gobierno, que se atreviera a asistir a la CPI en investigaciones de sus ciudadanos en torno a la guerra estadunidense en Afganistán.
Amenazas cumplidas
El secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo, cumplió con estos amagos y revocó la visa de una fiscal de la CPI en marzo de 2019, y amenazó hacerlo con todos los integrantes de ese tribunal que se atrevieran a investigar a estadunidenses. En junio de 2020, Pompeo anunció que su gobierno había autorizado por orden ejecutiva sanciones económicas contra aquellos funcionarios de la CPI “directamente involucrados en esfuerzos para investigar a personal estadunidense o aliados”. En septiembre de ese año, la Casa Blanca impuso sanciones económicas y de viaje contra el fiscal de la Corte Penal Internacional, algo denunciado por la CPI como “acciones sin precedente contra una institución judicial internacional”.
Fue hasta abril que esas órdenes ejecutivas y medidas atacando a los funcionarios del referido tribunal fueron anuladas por el presidente Biden.
Pero por ahora, Washington continúa no reconociendo la jurisdicción de la CPI sobre Estados Unidos y sus ciudadanos, pero sí para los que declara como adversarios.
Pero el mandatario estadunidense seguramente sabe que Washington no puede por sí solo llevar un caso ante la Corte Penal Internacional (CPI), ya que es uno de los pocos países que no han firmado el acuerdo que dio vida a esa instancia.
Otros políticos que repiten casi diario sus llamados por un juicio por crímenes de guerra del ruso, algo que se ha vuelto un estribillo en la retórica estadunidense, o no están enterados de que su país no ha ratificado el acuerdo internacional para ser parte de la CPI o pretenden otra cosa al proclamar su gran respeto por el derecho internacional a pesar de su historia de aplicarlo sólo de manera unilateral contra sus enemigos y rechazar su jurisdicción sobre estadunidenses y sus aliados.
Algunos usan un gran talento para darle la vuelta a ese incómodo hecho. El New York Times, en un amplio editorial el miércoles, instó por un gran esfuerzo de documentación sobre posibles crímenes de guerra en Ucrania para preparar un posible juicio. El rotativo opinó que “aquellos responsables deben ser nombrados, sus acciones detalladas, y si es posible, los culpables deben ser encarcelados”.
Sin conciencia histórica
Señaló que según el tribunal de Nuremberg, iniciar una “guerra de agresión… es el crimen internacional supremo”, y que todo indica que esa debe ser la acusación contra Putin. No menciona que ningún mandatario estadunidense ha tenido que rendir cuentas ante la CPI por el mismo tipo de crimen, con el caso más reciente de Irak.
Recomendó que el gobierno de Biden debería de buscar la forma de cooperar con esa instancia, sin subrayar que Estados Unidos no es parte de ese tribunal.
Otros sencillamente evitan mencionar que la Casa Blanca no sólo rehúsa sujetarse a la jurisdicción del mismo tribunal que desea enjuicie a sus adversarios, sino que ha atacado directamente a sus fiscales y jueces.
La CPI es la única instancia internacional permanente con mandato para procurar justicia en casos de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y agresión. Por ahora, son 123 países los que han ratificado el llamado Estatuto de Roma, y con ello son definidos como estados parte de su asamblea.
Washington ha apoyado a dicha corte de manera casi esquizofrénica, aunque el gobierno estadunidense fue uno de los autores principales del Estatuto de Roma, al final fue uno de sólo siete países que votaron en contra cuando 120 naciones adoptaron ese instrumento internacional en 1998 para crear la CPI, piedra angular del derecho internacional moderno.
En 1999, el presidente Bill Clinton promulgó una ley que contiene prohibiciones sobre otorgar apoyo financiero estadunidense a esa instancia multilateral, como también contra la extradición de cualquiera de sus ciudadanos a un país extranjero que pudiera entregarlo ante la CPI. El 31 de diciembre de 2000, Clinton autoriza la firma del Estatuto de Roma –último día posible– pero no lo somete al Senado para su ratificación.
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