La categoría social del pequeño hombre se notaba en los regalos que recibía por parte de personajes influyentes, casi siempre indumentaria cara y lujosa que luego le adaptaban los sastres reales
En medio de la campiña soriana, al pie de Calatañazor, en la minúscula aldea de Monasterio, nació algún día a principios del s. XVI el curioso personaje Miguel de Antona. Aunque vio la luz allí, él siempre se sintió natural de Quintana Redonda donde estuvo censado como vecino toda su vida. Imaginemos un hombre pequeño y poco agraciado, regordete y algo patizambo, en fin, arquetipo de bufón de Corte, pero que, a pesar de su escaso tamaño, tuvo las miras bien altas, y su humilde procedencia rural, no fue óbice para llegar a codearse con aristócratas de la España del rey en cuyos dominios no se ponía el sol.
Imaginemos a un Felipe II en uno de esos viajes cruzando España, de regreso de Flandes en 1551, con el séquito real cansado y programada una parada y fonda en Quintana Redonda. Era el momento justo en el lugar preciso, y Antona no lo dejó pasar. Hablando con unos y con otros, mostrando elocuencia oral, gestos graciosos y ocurrencias irónicas, cayó sin duda en gracia al propio monarca, que no dudó en incorporarlo a su comitiva como criado de “placer”, engrosando así el equipo de personas para el ocio y el divertimento real. Pero no quedaría ahí Antona como un “loco” más (que así los llamaban), sino que el soriano medraría como nadie en la Corte del rey prudente.
Casi una década más tarde, el último día de enero de 1560, tuvieron lugar los festejos oficiales de la boda del segundo Felipe con su tercera esposa, la jovencísima Isabel de Valois, en el Palacio del Infantado de Guadalajara (la boda por poderes ya había sucedido el año anterior en París con el duque de Alba como representante). En los actos públicos de ese casamiento real, Antona sacó ya a relucir su hábil lengua cuando fue preguntado por algún altanero asistente cuál de las elegantes libreas y coloridas indumentarias que se lucían en el evento le parecía la mejor. Antona, sabedor de que algunos incluso empeñaban sus bienes para llevar ropas lujosas de prestado, solo miró al ilustre caballero y le respondió que la que estuviera pagada, cortando con sarcasmo la conversación y seguramente dejando mudo al empeñado preguntón.
Había que andar con cuidado con lo que se decía cerca de Miguel, era una esponja y un altavoz asalariado del rey, con tendencia a la creación de chismes y a chivatazos inoportunos que a algunos hacían risa, y no a todos hacían bien. La reina no lo toleraba bien, e incluso lo tildaba de “sabandija”.
Un ejemplo de la aversión que tenía Isabel hacia Antona, fue que, no habiendo todavía experimentado ella la menstruación a la edad de casarse, su madre, Catalina de Médicis, le había estado enviando misivas con sugerencias de cómo hacer fluir el útero a propósito. Uno de esos consejos era realizar un lavado de los pies con agua y esencias aromáticas. Pues bien, Antona supo, vete a saber cómo, de la existencia y contenido de esas cartas y no tardó en esparcir la noticia por la Corte, pero añadió además de su invención que el pediluvio lo hacía la joven con leche de burra, que, como todo el mundo sabía, era el ingrediente con el que, supuestamente, Diana de Poitiers, amante de su padre, Enrique II de Francia, se trataba la piel para mantenerse bella. Una cínica forma de malmeter contra la real muchacha y su madre.
En otra ocasión, el rey ordenó al sirviente mantenerse firme en una puerta del palacio y no dejar pasar a nadie. Y así lo hizo, hasta que llegó la joven reina, que de un empujón lo quitó de su camino para entrar al aposento. Sin embargo, Antona intentando frenarla a toda costa tiró de su manto hasta quitárselo. El rey, como recompensa a su fidelidad, regaló dicha capa a Miguel, agraviando seguramente a la reina, quien veía como ni siquiera su marido podía atar en corto a este lenguaraz bufón.
Pocos hombres tan cercanos a Felipe II hubo como Miguel de Antona. Incluso, al ver que el rey frecuentaba mucho las obras de El Escorial, y que su deseo era pasar mucho tiempo allí, él decidió también tener allí algo en propiedad. Pidió entonces dinero prestado al monasterio, y pago más de veintidós mil maravedíes por un pequeño herrenal que, a la postre, dejaría como herencia a su amado rey, quien lo destinaría al poco tiempo a levantar la vivienda de su arquitecto Juan de Herrera.
Precisamente, en el monasterio se encuentra el único retrato conservado de Antona, una pintura en un friso de la escalera principal del cenobio, realizada por Lucas Jordán nada más y nada menos que casi un siglo después de la muerte de Antona…
Este grado de confianza del rey con su sirviente se tradujo en un ascenso social y económico del de Soria, hasta el punto de haber podido, no solo comprar ese terreno en El Escorial, sino crear una capellanía en su pueblo, sufragar una ermita en Calatañazor para asegurarse misas semanales por su alma, y conseguir un mayorazgo, en el cual hizo incluir prados, viviendas, molinos, batanes y otros bienes, que más tarde pasarían a sus sobrinos herederos.
Además, la categoría social del pequeño hombre se notaba en los regalos que recibía por parte de personajes influyentes, casi siempre indumentaria cara y lujosa que luego le adaptaban los sastres reales. La indumentaria de toda su familia en la boda de su hija María, en 1567, fue íntegramente pagada con dineros del rey y elaborada por sastres de palacio.
Miguel de Antona testó dos veces, en 1569 y 1570, en Madrid, ante Cristóbal de Valenzuela, escribano y notario de rey. Y falleció al poco, dejando su pequeño cuerpo marchar. Pero no su legado, que pervivió en forma de anécdotas y chismes, de cosas contadas con gracia y otras con pillería, no siempre ciertas, siempre deslizando su agudeza y carácter crítico, para ser recordado como uno de los hombres de placer más importantes de su época.
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